Mensaje Día Mundial del Teatro para la Infancia y la Juventud:
"Nací hace setenta años. Crecí en el distrito racialmente segregado de New Brighton, a las afueras de Port Elizabeth. La vida para mí y para muchos de mis amigos consistía en despertar y, si tenías suerte, ir a la escuela. Si no, te pasabas el día vagando por aquella barriada marginal, mirando cómo se desperdiciaba tu vida bajo el muy cruel sistema de segregación racial llamado en Sudáfrica, mi país, el Apartheid.
Un día, nuestra maestra de inglés nos llevó a ver una producción del Macbeth de William Shakespeare en la Casa de la Ópera en la ciudad de Port Elizabeth. Bullíamos de entusiasmo. Ah, pero no, no por ver la obra; era una oportunidad de ir a la ciudad. Era el viaje en el autobús lo que anticipábamos con deleite. Nos sentamos en el teatro, las luces se apagaron lentamente en la sala. Subió el telón y ocurrió la magia. Fue mi primera experiencia en un teatro de verdad. Desde ese día en 1958, mi vida ya nunca fue la misma. No entendí mucho de la obra, pero estar en aquel teatro me hizo sentir que yo era parte de la magia que sucedía en el escenario. No pude dejar de hablar de la obra y de la experiencia de ese día. Incluso, por un momento me olvidé del Apartheid, hasta me olvidé de que vivía en un arrabal en donde podías ver y oler la pobreza. Me sentía transportado a un mundo nuevo, no sólo el de mi imaginación, sino uno más grande lleno de posibilidades. Sé que la educación es una llave para todas las puertas. El teatro le abre la puerta a tu propia imaginación. Desde ese día, me prometí a mí mismo que alguna vez estaría en aquel escenario, relatando todas las historias que mi abuela nos contaba cada noche antes de dormir.
Llevar a un niño al teatro es un regalo que hace fuerte al niño, le da el poder de querer ser escuchado. Hace que el niño, o niña, crea que también tiene una historia que contar y que un día la va a contar."
Dr. John Kani
Escritor, actor, director.
Embajador Global de las Artes
Bonsile John Kani
Nació en 1943, en New Brighton, en Cabo del Este, en Sudáfrica. Es un actor, director y dramaturgo sudafricano.
Kani se unió en 1965 a los Comediantes de la Serpiente en Port Elizabeth (un grupo de actores cuya primera presentación fue en la antigua fosa de las serpientes del zoológico; de ahí el nombre), y ayudó a crear muchas obras que nunca se publicaron, pero que se representaron con resonante éxito.
A aquellas primeras obras, siguieron las famosas “Sizwe Banzi está muerto” y “La isla”, escritas con Athol Fugard y Winston Ntshona a principios de los años setenta. Kani también recibió una nominación al Premio Olivier por su papel en “¡Mis hijos, mi África!” Los trabajos de Kani se han representado ampliamente alrededor del mundo, incluyendo Nueva York, donde él y Winston Ntshona obtuvieron un Premio Toni en 1975 por “Sizwe Banzi está muerto” y “La isla”. Estas dos obras se representaron más de cincuenta veces dentro del repertorio del Teatro Edison.
“Nada más que la verdad” (2002), fue la primera obra que escribió solo, por su cuenta, fue su debut como dramaturgo, y se representó por primera vez en el Teatro del Mercado en Johannesburg. Esta obra ocurre en una Sudáfrica posterior al Apartheiá y no tiene que ver con los conflictos entre los blancos y los negros, sino con las pugnas entre los negros que permanecieron en Sudáfrica para luchar contra el Apartheid, y aquellos otros que se fueron sólo para regresar una vez que el odiado régimen había colapsado. Ganó el Premio Flor del Cabopara mejor actor y mejor nueva obra sudafricana. En el mismo año, se le otorgó un Premio Obie especial por su contribución extraordinaria al teatro de los Estados Unidos.
Kani es Consejero de la Fundación del Teatro del Mercado, es fundador y director del Laboratorio del Teatro del Mercado y es Presidente del Consejo Nacional de las Artes de Sudáfrica.
Mensaje Día Mundial del Teatro:
"Donde quiera que haya sociedad humana, el irreprimible Espíritu de la Representación se manifiesta"
"Bajo los árboles de pequeñas aldeas y sobre sofisticados escenarios en grandes metrópolis; en salones de actos de colegios y en campos y en templos; en suburbios, en plazas públicas, en centros cívicos y en los subsuelos de las ciudades, la gente se reúne en comunión en torno a los efímeros mundos teatrales que creamos para expresar nuestra complejidad humana, nuestra diversidad, nuestra vulnerabilidad, en carne y hueso, aliento y voz.
Nos reunimos para llorar y para recordar; para reír y contemplar; para aprender, afirmar e imaginar. Para maravillarnos ante la destreza técnica, y para encarnar dioses. Para dejarnos sin respiración antes nuestra capacidad de belleza, compasión y monstruosidad. Vamos para llenarnos de energía y poder. Para celebrar la riqueza de nuestras diferentes culturas, y para hacer desaparecer las barreras que nos dividen.
Donde quiera que haya sociedad humana, el irreprimible Espíritu de la Representación se manifiesta. Nacido de la comunidad, lleva puestas las máscaras y vestimentas de nuestras distintas tradiciones. Utiliza nuestras lenguas, ritmos y gestos, y abre un espacio entre nosotros.
Y nosotros, los artistas que trabajamos con este antiguo espíritu, nos sentimos impulsados a canalizarlo a través de nuestros corazones, nuestras ideas y nuestros cuerpos para revelar nuestras realidades en toda su cotidianeidad y su rutilante misterio.
Pero en esta época en la que tantos millones de personas luchan por sobrevivir, sufren bajo regímenes opresivos y el capitalismo depredador, huyen del conflicto y la scasez; en la que nuestra privacidad es invadida por servicios secretos y nuestras palabras censuradas por gobiernos intrusivos; en la que se aniquilan los bosques, se exterminan especies y se envenenan los océanos: ¿Qué nos sentimos impulsados a revelar?
En este mundo de poder desigual, en el que distintos órdenes hegemónicos intentan convencernos de que una nación, una raza, un género, una preferencia sexual, una religión, una ideología, un marco cultural es superior al resto, ¿se puede realmente defender la idea de que las artes deberían apartarse de las agendas sociales?
Nosotros, los artistas de escenarios y ágoras, ¿nos conformamos con las demandas asépticas del mercado, o utilizamos el poder que tenemos: para abrir un espacio en los corazones y las mentes de la sociedad, para reunir gente a nuestro alrededor, para inspirar, maravillar e informar, y para crear un mundo de esperanza y colaboración sincera?"
"Bajo los árboles de pequeñas aldeas y sobre sofisticados escenarios en grandes metrópolis; en salones de actos de colegios y en campos y en templos; en suburbios, en plazas públicas, en centros cívicos y en los subsuelos de las ciudades, la gente se reúne en comunión en torno a los efímeros mundos teatrales que creamos para expresar nuestra complejidad humana, nuestra diversidad, nuestra vulnerabilidad, en carne y hueso, aliento y voz.
Nos reunimos para llorar y para recordar; para reír y contemplar; para aprender, afirmar e imaginar. Para maravillarnos ante la destreza técnica, y para encarnar dioses. Para dejarnos sin respiración antes nuestra capacidad de belleza, compasión y monstruosidad. Vamos para llenarnos de energía y poder. Para celebrar la riqueza de nuestras diferentes culturas, y para hacer desaparecer las barreras que nos dividen.
Donde quiera que haya sociedad humana, el irreprimible Espíritu de la Representación se manifiesta. Nacido de la comunidad, lleva puestas las máscaras y vestimentas de nuestras distintas tradiciones. Utiliza nuestras lenguas, ritmos y gestos, y abre un espacio entre nosotros.
Y nosotros, los artistas que trabajamos con este antiguo espíritu, nos sentimos impulsados a canalizarlo a través de nuestros corazones, nuestras ideas y nuestros cuerpos para revelar nuestras realidades en toda su cotidianeidad y su rutilante misterio.
Pero en esta época en la que tantos millones de personas luchan por sobrevivir, sufren bajo regímenes opresivos y el capitalismo depredador, huyen del conflicto y la scasez; en la que nuestra privacidad es invadida por servicios secretos y nuestras palabras censuradas por gobiernos intrusivos; en la que se aniquilan los bosques, se exterminan especies y se envenenan los océanos: ¿Qué nos sentimos impulsados a revelar?
En este mundo de poder desigual, en el que distintos órdenes hegemónicos intentan convencernos de que una nación, una raza, un género, una preferencia sexual, una religión, una ideología, un marco cultural es superior al resto, ¿se puede realmente defender la idea de que las artes deberían apartarse de las agendas sociales?
Nosotros, los artistas de escenarios y ágoras, ¿nos conformamos con las demandas asépticas del mercado, o utilizamos el poder que tenemos: para abrir un espacio en los corazones y las mentes de la sociedad, para reunir gente a nuestro alrededor, para inspirar, maravillar e informar, y para crear un mundo de esperanza y colaboración sincera?"
Brett Bailey, dramaturgo sudafricano, director artístico de Third World Bunfight.
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