27 de marzo de 2019
por Carlos Celdrán
(Director y dramaturgo)
Antes de mi despertar en el teatro, mis
maestros ya estaban allí. Habían construido sus casas y sus poéticas sobre los
restos de sus propias vidas. Muchos de ellos no son conocidos o apenas se les
recuerda: trabajaron desde el silencio, desde la humildad de sus salones de
ensayo y de sus salas llenas de espectadores y, lentamente, tras años de
trabajo y logros extraordinarios, fueron dejando su sitio y desparecieron.
Cuando entendí que mi oficio y mi destino personal sería seguir sus pasos,
entendí también que heredaba de ellos esa tradición desgarradora y única de
vivir el presente sin otra expectativa que alcanzar la transparencia de un
momento irrepetible. Un momento de encuentro con el otro en la oscuridad de un
teatro, sin más protección que la verdad de un gesto, de una palabra
reveladora.
Mi país teatral son esos momentos de
encuentro con los espectadores que llegan noche a noche a nuestra sala, desde
los rincones más disímiles de mi ciudad, para acompañarnos y compartir unas
horas, unos minutos. Con esos momentos únicos construyo mi vida, dejo de ser
yo, de sufrir por mí mismo y renazco y entiendo el significado del oficio de
hacer teatro: vivir instantes de pura verdad efímera, donde sabemos que lo que
decimos y hacemos, allí, bajo la luz de la escena, es cierto y refleja lo más
profundo y lo más personal de nosotros. Mi país teatral, el mío y el de mis
actores, es un país tejido por esos momentos donde dejamos atrás las máscaras,
la retórica, el miedo a ser quienes somos, y nos damos las manos en la
oscuridad.
La tradición del teatro es horizontal.
No hay quien pueda afirmar que el teatro está en algún centro del mundo, en
alguna ciudad o edificio privilegiado. El teatro, como yo lo he recibido, se
extiende por una geografía invisible que mezcla las vidas de quienes lo hacen y
la artesanía teatral en un mismo gesto unificador. Todos los maestros de teatro
mueren con sus momentos de lucidez y de belleza irrepetibles, todos desaparecen
del mismo modo sin dejar otra trascendencia que los ampare y los haga ilustres.
Los maestros de teatro lo saben, no vale ningún reconocimiento ante esta
certeza que es la raíz de nuestro trabajo: crear momentos de verdad, de
ambigüedad, de fuerza, de libertad en la mayor de las precariedades. No
sobrevivirán de ellos sino datos o registros de sus trabajos en videos y fotos
que recogerán solo una pálida idea de lo que hicieron. Pero siempre faltará en
esos registros la respuesta silenciosa del público que entiende en un instante
que lo que allí pasa no puede ser traducido ni encontrado fuera, que la verdad
que allí comparte es una experiencia de vida, por segundos más diáfana que la
vida misma.
Cuando entendí que el teatro era un
país en sí mismo, un gran territorio que abarca el mundo entero, nació en mí
una decisión que también es una libertad: no tienes que alejarte ni moverte de
donde te encuentras, no tienes que correr ni desplazarte. Allí donde existes
está el público.
Allí están los compañeros que necesitas
a tu lado. Allá, fuera de tu casa, tienes toda la realidad diaria, opaca e
impenetrable. Trabajas entonces desde esa inmovilidad aparente para construir
el mayor de los viajes, para repetir la Odisea, el viaje de los argonautas:
eres un viajero inmóvil que no para de acelerar la densidad y la rigidez de tu
mundo real. Tu viaje es hacia el instante, hacia el momento, hacia el encuentro
irrepetible frente a tus semejantes. Tu viaje es hacia ellos, hacia su corazón,
hacia su subjetividad. Viajas por dentro de ellos, de sus emociones, de sus
recuerdos que despiertas y movilizas. Tu viaje es vertiginoso y nadie puede
medirlo ni callarlo. Tampoco nadie lo podrá reconocer en su justa medida, es un
viaje a través del imaginario de tu gente, una semilla que se siembra en la más
remota de las tierras: la conciencia cívica, ética y humana de tus
espectadores. Por ello, no me muevo, continúo en mi casa, entre mis allegados,
en aparente quietud, trabajando día y noche, porque tengo el secreto de la
velocidad.
Carlos Celdrán
Sobre
el Día Mundial del Teatro.
El “Día Mundial del Teatro”, que se
celebra cada 27 de marzo, fue creado a iniciativa del Instituto Internacional
del Teatro (ITI) en 1961, con la finalidad de poner en valor el teatro como
manifestación artística indispensable y fundamental para el individuo y las
sociedades.